sábado, 30 de julio de 2011

La Fe de los traidores 4: Cal Trentino, el presente versus el futuro.

Los preámbulos de la delación de Cal Trentino, en La Fe de los traidores es un duelo de soliloquios ideológicos (de páginas 197 a 200, 1era. edición de Emecé del 2008).

Cal Trentino es anarquista, Vittorio es comunista. En algún momento sus sendas ideologías convergían en algunos puntos.
Luego de introducir algunos detalles acerca del aplomo de Cal Trentino en el interrogatorio (tortura), discuten acerca de cuál de los dos ha cambiado. Vittorio justifica los abusos, la caída como humano en lo más despreciable como ofrenda a un futuro soñado, que no existe hoy. Cal sólo mira el presente. Vittorio representa el sacrificio mesiánico.

En los párrafos que siguen (todos textuales), hay varios momentos interesantes para destacar, acerca de la mirada del autor es esta escena ideológica y romántica. Yo me pregunto si es posible un diálogo así en un momento como éste más allá de que, en este caso, se trate sólo de un recurso.
 
"El anarquista lo estudió con su único ojo abierto. ¿Consideraba la posibilidad de cooperar? Estaba enojado, intimidado, avergonzado, desconcertado, indeciso? No; Sin duda, no. ¿Desilusionado, quizá?
—¿Por qué debería? —replicó—. ¿A quién se lo diría? ¿Con quién estoy hablando? Yo aún soy Cal Trentino, pero usted, señor —ya no había ironía en su voz—, ¿quién es usted? ¿A quién representa?
—A la dictadura del proletariado Cal. ¿Acaso hace falta que te lo diga?
—¿No hablará, más bien, de la dictadura bolchevique? —una nota de fastidio se insinuó, como una trompeta, y se disolvió enseguida—. Obreros y campesinos han dejado de contar para este gobierno obrero y campesino.
Y, de pronto se echó a reír, como si, en efecto, discutieran en Petrogrado alrededor de un té. Contra su voluntad, Vittorio se halló riendo carcajadas rotas de cansancio. Imaginó al director escuchando los ecos de esa risa en su despacho, siempre de espaldas a la ventana, removiéndose ansioso, y el absurdo bajó todas sus defensas.
—¡Vamos! —se animó el anarquista— No me dirás que no hemos perdido el camino. Los abusos de poder el ahogo de las organizaciones obreras y las cooperativas, el terror...
Vittorio suspiró con fatiga, pero reconfortado. Hablaban de nuevo el mismo lenguaje.
—Por favor, Cal. No recites la lista: la conozco.
—Entonces? ¿Qué hacemos aquí?
—La verdad no puede ser más que una —se fastidió Vittorio ¿Realmente es tuya? ¿No de la Revolución? ¿No del gobierno que creó?
—¿Sólo mía? ¿Y los campesinos requisados? ¿Y la gente que muere de hambre? ¿Y las iniciativas asfixiadas, una tras otra, de las masas? ¿Para esto se hizo la Revolución? ¿Para esto se creó el gobierno revolucionario?
—Debemos esperar a Europa... —adujo Vittorio, sin convencimiento. Se había envuelto en los argumentos de siempre.
—Eso pueden creerlo algunos idiotas; incluso algunos idiotas del gobierno, del Partido  de la internacional, lo concedo —los ojos de Cal se encendían; contemplaba escenas que aún le hervían en la sangre—. Pero nunca nosotros, que venimos de allí. No habrá revolución en Europa; al menos, no por ahora: ambos lo sabemos muy bien. ¿Por qué, entonces?
—Por el futuro —argumenté, firme esta vez, Vittorio.
—Un futuro que no conoceremos. Ninguno de los dos —refutó Cal, el pelo pegoteado de sangre en la frente—. ¿Y qué hay de los medios para llegar a él, del precio? Han montado una dictadura que no tiene nada que envidiarle al zarismo: muertes, persecuciones, torturas, cárcel. El Estado no transformará nada; el Estado siempre conserva lo que encuentra: a unos su riqueza, a otros su pobreza.
Vittorio reconoció con disgusto la cita de Bakunin. ¿Iban a enredar-. se en puras consignas?
—¿Y qué debemos hacer, Cal? ¿Entregar el poder de vuelta a la burguesía? ¿Permitir que nos maten? ¿Qué ganarían los obreros y campesinos con eso?
—¿Y qué ganarán de este modo? —el anarquista se tocó con cuidado la cara golpeada—. En cualquier caso, ¿no es su Revolución? ¿No deberían ser ellos los que decidan, en lugar de la dirección bolchevique? ¿O es que Lenin libra por sí mismo la lucha de clases?
Vittorio lo midió por unos segundos. «Detrás de las preguntas retóricas —se dijo—, duda; en algún recóndito lugar, analiza en secreto la posibilidad de no tener razón.» ¿Deseaba ser convencido: encontrar algún sentido a la muerte que daba por segura? Quizá por eso los bolcheviques eran indispensables, podría haberle respondido: porque ellos no dudan, no dudarían jamás.
—¿Quién tiene una mejor política, Cal? ¿Los mencheviques? ¿Martov? ¿Acaso Majno?
—¿No deberían decidirlo las masas?
—De acuerdo, pero ¿cuáles masas? —lo atajó Vittorio—. ¿Las que iban a pedir al zar una limosna y fueron masacradas? ¿Las que vivaban a Kerensky?
—Las que hicieron la Revolución —remarcó el anarquista, sin sarcasmo.
—De acuerdo, pero ¿para qué la hicieron? ¿Para qué se libré la guerra civil: para hacer beneficencia? Las masas votarían hoy con el estómago vacío, pero la Revolución no se hizo para satisfacerlos. Estrictamente, no se hizo para ellos, sino para crear la sociedad que disfrutarán otras generaciones, la humanidad toda...
—¿Y ellos? ¿No merecen ni siquiera tener voz y voto?
—Por supuesto, pero admitámoslo ¿qué política se impondrá? No basta con jugar al demócrata: hay que afrontar las consecuencias. De otro modo, no se trata más que de volver al espejismo de la democracia burguesa —Vittorio creyó ver que el anarquista se agitaba por dentro, incómodo. Tal vez era una ilusión, pero decidió avanzar—. Lo real es que ni ellos ni nosotros pertenecemos a ese futuro.
—¿No? ¿Y de dónde provendrá entonces? —indagó Cal. Parecía molesto. ¿Desorientado?
—La naturaleza de los individuos, tal como existe, debe cambiar, Cal. Sí, lo que digo, no te burles: debemos cambiar la naturaleza humana. ¿No se trata de eso, en última instancia? —Por un momento, a Vittorio ya no le importó convencerlo. Hablaba para sí. —El socialismo, el comunismo, existirán cuando ya no existan la burguesía, los terratenientes, sí, pero tampoco los campesinos, la clase obrera, al menos tal como los conocemos. No se trata del atraso de Rusia: es la forma en que el capitalismo los ha moldeado a todos, nos ha moldeado: sí, también a los revolucionarios. Todavía recuerdo a los obreros de la Emilia, que votaban por el reformismo. Creíamos que eran lo mejor que teníamos... ¿Y las bases del Partido en Alemania? ¿No aceptaron la traición de sus dirigentes, no apoyaron la guerra? Y eran los obreros más avanzados de Europa.
Quedaron en silencio. Cada uno discutía consigo mismo, argumentaba ante la invisible, tumultuosa, asamblea de su conciencia. Cal objetó en voz baja:
—¿Y por eso deben ser castigados? ¿Por eso el terror? Se va a la cárcel o se muere por ineficiente en la fábrica, auque uno llegue con el estómago vacío, debilitado por el hambre, el frío, el cansancio; por negociar en el mercado negro, aunque todos lo hacen, aunque todos saben que es el único modo de sobrevivir. Se paga por disentir hasta en la pequeñez más absurda con las órdenes que vienen de arriba, aunque sean completamente estúpidas. Sólo se premia al sumiso, al adulador, al farsante. ¿Así se creará el hombre del futuro?
Vittorio pensó: «.Lo convencí, entonces? ¿También él lo ha entendido?»
—Se trata de cortar el cordón umbilical que une al pasado con el futuro —replicó, terminante—, y ésa es, por definición, una tarea de matarifes. Nos mancharemos de sangre y de culpa, no lo niego: en realidad, no pretendo negarlo en absoluto. Por el contrario: de eso se trata esto. Ante la duda, no puede haber ninguna duda. ¿Qué importamos todos nosotros? Debemos estar listos para morir y también para cometer atrocidades por los que vendrán. ¿Qué valor tienen nuestras vidas, nuestras conciencias, en comparación con el futuro de la humanidad?
—¿Y quién nos garantiza que lo que hacemos traerá ese futuro? —casi suplicó el anarquista—. ¿Que el precio de la miseria actual comprará la felicidad de nuestros hijos? ¿El Consejo de Comisarios? ¿El Comité Central?
—En nadie se puede confiar, por supuesto —admitió Vittorio, los ojos perdidos, razonando por dentro.
—¿Ni en uno mismo? —inquirió el anarquista, escrutándolo atentamente.
—Ni en uno mismo —repitió Vittorio.
—Pero el precio deben pagarlo los demás —observó Cal, y con una mueca señaló sus heridas—. Soy yo quien está preso. ¿En qué te convierte esto?
—No me engaño, Cal —Vittorio lo miraba a los ojos—. El terror existe, debe existir, también contra nosotros mismos. El uso del terror nos cambiará: cambiará a quienes lo sufran, pero también a quienes lo usen, lo ordenen. No a ellos —con un gesto vago en el aire, aludía a los interrogadores ausentes—: ellos son sólo perros obedientes, podrían serlo también de la Ojrana. A nosotros.
—Y ése es tu objetivo? ¿Para eso la Revolución: para convertirte en carcelero y chekista?
—No, ésta es la prueba que nos pone la Revolución, Cal. Tal vez tengas razón: ya no soy la misma persona que conociste en el Metropole. Al traspasar este límite, al destruir nuestra humanidad, no nos quedará sino la fe; seremos instrumentos puros de la Revolución. Seremos por ella y para ella; dejaremos nuestras debilidades, nuestras limitaciones, nuestros escrúpulos. Sólo así seremos agentes del futuro. Hay que renunciar a todo.
—¿Realmente?
El anarquista sonreía con amargura. Se había ido; la voz de Vittorio debía llegarle desde muy lejos; había respondido como un eco, al fondo de altas montañas. Se había acurrucado en la silla, hundiéndose en el valle de penumbras donde soplaba el aliento de la bestia, que, ahora era claro se escondía en esa celda: en cualquier momento, saltaría desde uno de los rincones mal iluminados por la lámpara —no había ventanas. Bajo la puerta se colaba el lamento incesante de la multitud lastimada.
—Sí, así será —dijo, al fin—: nos cambiará a ambos. No lamentaré, sin embargo, no estar allí para verlo.
Alzó los ojos. ¿Qué había en ellos? Vittorio se asustó ¿lo miraba con compasión, acaso? Sintió una punzada de angustia y se enfureció con él -consigo mismo. Insistió por última vez, de mala manera, en que hablara, se trataba de la Revolución, no de absurdas lealtades, de pruritos pequeñoburgueses. El otro suspiró.
 —No puedo decirlo. Al menos, no por propia voluntad —se sentenció. No había temor ni desafío en sus palabras.
 
"

Por ahora sólo pensar en este diálogo, no en los personajes, en las circunstancias, sino en posibles modos de pensar las cosas, la realidad, el destino. La justificación por el futuro o la implacabilidad de la realidad presente.

Más adelante me detendré en otras aristas.

Buenas tardes.


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