martes, 22 de octubre de 2013

La violencia que generamos.

Naturalizamos tantas prácticas que nos resulta inimaginable pensar que haya algo que cuestionar allí en nuestro hacer automático, donde están nuestros hábitos, nuestras creencias más firmes, nuestros modales, nuestros prejuicios e incluso a veces, nuestros mismos principios.

No es moco'e pavo enfrentarse a eso y menos decidir cambiarlo. Empresa que puede llevarnos toda la vida.

Y una de esas cuestiones en mi caso fue la violencia que generamos.

Aquellos que hemos recibido una educación cuidada, atenta y rigurosa (cuando no autoritaria, no quiero generalizar pero casi me atrevería a afirmar que es equivalente), hemos aprendido a juzgar, descalificar y despreciar a aquellos que no detentan nuestros mismos logros y adquisiciones.

Porque los modales y hábitos son eso: adquisiciones. No nacieron con nosotros. Los adquirimos.

Hemos sido adiestrados en ciertas formas de hacer las cosas, en los cuidados que debemos tener, en los detalles que debemos observar, en el uso que hacemos de nuestro tiempo, nuestros bienes y nuestro lenguaje y hemos descartado todas las otras formas. Son convenciones. No son más que eso. Convenciones culturales, ni aun consensuadas: impuestas. Que una vez naturalizadas las asociamos con el bien. Y por ende, todo lo demás con el mal. En suma, hemos sido adiestramos en cómo pensar, en cómo creer.

Y como estamos del lado del bien, todo lo que está del lado del mal merece nuestro desprecio, nuestro desvalor y crítica despiadada.

Y se nos nota. Pucha que se nos nota.

Se nos nota en el gesto, en la forma de mirar, en la forma de poner distancias para que lo malo no nos toque, no nos contamine. No porque lo pensemos, de hecho si lo pensamos, no razonamos así. Pero es algo ya tan naturalizado que es carnal.

Y ponemos distancias todo el tiempo.

Ponemos distancia con el lenguaje, con los gustos y preferencias, con nuestros modales, nuestros ademanes, menos bruscos o más expresivos, con nuestra voz, nuestra risa, nuestra ropa, los colores, los adornos, nuestras actividades, la forma de usar nuestro tiempo, los lugares que visitamos y los que evitamos. Nuestras actitudes hacia los oficios, las profesiones, el arte, los programas de televisión, los periodistas, los músicos. Los adjetivos que usamos. Todo, en todo hacermos ejercicio de las distancias.

No hablo de gustos, hablo de distancias. Sin duda que no todos disfrutamos con lo mismo. No hablo de eso. Hablo de cuando trasladamos todas esas elecciones (no siempre libres, a veces impuestas o manipuladas) a establecer distancias, Para diferenciarnos, para que no nos confundan. Para dejar en claro las diferencias, acentuarlas.

Algunos más otros menos.
Y cada vez que imponemos estas distancias a priori, ejercemos una violencia. Como un portazo en la cara.

Cuando desprecio al que no usa el lenguaje como yo, cuando rechazo al que no tiene los mismos modales que yo, estoy generando violencia. Y una violencia que además despreciamos: el resentimiento. El resentimiento es violencia. Y es una doble violencia. La violencia que ejercimos para generar y alimentar ese resentimiento y la violencia que generamos al cuestionar (castigando por segunda vez) esa reacción (por lo demás lógica), de resentimiento, descalificándola.

No es que no pueda expresar mi desacuerdo. No es que no pueda quejarme. No. No es eso. No es que no desee que las cosas sean distintas, o a mi juicio, mejores. No.

Es el desprecio, la descalificación.

Porque los hechos pueden cuestionarse, las actitudes, pero la descalificación y el desprecio no apuntan a una circunstancia que ya es parte del pasado sino a una persona que es parte del presente.

La descalificación y el desprecio atacan directamente a la persona. No a lo que hacen o cómo lo hacen. Eso puede abordarse de mil otras formas.

Pero esa es la violencia que generamos.

Sobre todo los ilustrados.

Buenos días.


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