viernes, 3 de junio de 2011

El acomodador

El martes, en busca de un libro de programación y tratando de hacer un poco de tiempo hasta que llegara la hora de tomar el parcial, me crucé a la librería Norte, frente a la facultad.

Es sabido que yo no puedo evitar entrar a un librería y salir con cuatro o cinco libros.

Menos a mis librerías habituales (Norte, Biblioterapia).

Lo primero que me dijeron es que no tenían libros de programación. Pero no me fui. Deambulé un rato y pensé: "Ahora que estoy en la librería, ¿qué cosas tenía ganas de leer?".

Desde luego que no me acordé cuáles eran los últimos libros que me habían movido a curiosidad y empecé a remontarme hacia atrás. Este último verano. Este año compré 3 libros, uno devorado durante el viaje, el otro en lectura y uno pendiente. Pero quise comprar un libro de un autor uruguayo... e hice esfuerzos por tratar de recordar el nombre que había intentado memorizar infructuosamente. Los libreros de allá no pudieron ubicarse con mis escasas referencias. Todos los esfuerzos fueron inútiles. Incluso el verano anterior cuando sí recordaba el nombre, los libreros parecían no conocerlo.

De repente el nombre vino a mi memoria: Felisberto. Y el apellido... Cómo sonaba... sonaba Fernández... ¡Hernández!

¡Felisberto Hernández! ¿Tenés?

Tenía. Tenía más de un libro. Elegí uno. Luego elegí tres más para armar un surtidito, desde luego. Pero el objeto codiciado era éste. "Cuentos reunidos", linda tapa, muy Malva Gris. Y el título me resultó exquisito.

Devoré desde luego, en cuanto pude, el cuento que había encontrado en Internet y cuyo final no había llegado a leer aquel día.

El acomodador.

Produce en mí, ese cuento, lo que me produce Borges.

Hay imágenes, descripciones, que son como cachetazos, como un cosquilleo bajo las sienes y extendiéndose por los parietales.

Pero sobre todo hay algo más allá de sus fantasías y la imagen sonora del comedor como una orquesta y el breve tránsito por la morfología cuando describe el almuerzo en donde fallece el comensal.

Y es la historia de la luz, el motor de todo el relato, el ver en la oscuridad lo que otros no ven. Y que los otros perciban que él puede ver lo que ellos no. Y eso lo hace temible.

Y caer en la lujuria que produce ver. Y luego, cuando esa mirada destruye la belleza de lo que ve, cuando el climax de finalmente estar a punto de poseer el objeto deseado llega a su máximo, el don se pierde. No se desea más, se reniega de él. Y perdido ya el deseo de ver, de saber más, de captar eso que les está vedado a los demás, de poseer el objeto por penetrarlo con su luz propia y única, el protagonista pierde su luz, pierde su don y se sume en la nada.

Cuántas veces me he preguntado, qué hay más allá del saber. Qué pasa con esos hombres y mujeres que traspasan el límite y han visto más allá de cualquier duda y qué ocurre cuando ese conocimiento les ha revelado un interior no deseado, dejando al desnudo lo más cruda, lo más impersonal, lo más despojadamente posible, el objeto de conocimiento.

El acomodador se siente superior a los demás. Desarrolla una luz que le descubre las cosas sumidas en la oscuridad sin ninguna ayuda, por propio talento.

Un misterio, un mito, se convierte en objeto de deseo y su capacidad de ver aumenta. Su excitación aumenta su don, como una adicción. Pero lo que ve en su trance amoroso destruye al objeto de deseo justo antes de poseerlo y lo muestra en su realidad sin magia. Y al perder su luz, se desvanece con ella.

Muchos soñamos con ese camino, buscando con avidez el conocimiento, complaciéndonos en descubrir las vetas más escondidas, los recovecos más recónditos, como un descubridor, un conquistador, un arqueólogo, un genetista... ¿Y si nuestro conocimiento lo reduce a definiciones elementales sin belleza?

¿Será ese el destino de los sabios? ¿Llegar a ver una verdad que le quita la belleza al mundo y con ella el deseo de seguir conociéndolo?

Buenos días.


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