miércoles, 25 de febrero de 2015

Mansedumbre e inocencia.

La mansedumbre y la inocencia están sobrevaloradas... y no inocentemente. Mantener a la gente mansa e ingenua es indispensable para no cambiar el estado de cosas.

Además una persona mansa es mucho más proclive a la falsedad y la mentira que una persona algo más vehemente. El manso, para evitar conflictos, ni se cuestiona mantener una opinión o expresar el desacuerdo o la duda. E incluso para evitar "malos modos" o maltrato, es capaz de mentir, callar y ocultar.




¿Qué tiene de bueno ser manso?

La mansedumbre no se conserva a lo largo de las generaciones por sus supuestos beneficios, sino por el miedo. Temores mágicos y temores sociales, al rechazo, a la expulsión, al maltrato. Temores reales, por el uso de la fuerza.

Cuando hablo de inocencia, no me refiero a la ausencia de malicia, sino a lo que familiarmente se llama inocencia: una cierta ignorancia de aquello que consideramos indeseable: sucio, malo, doloroso, procaz...

O sea, implica ignorar parte de la realidad. 

La inocencia por otro lado coloca a las personas en una situación de inferioridad. Cuando nos forzamos a negar la malicia nos hacemos vulnerables. Bajamos las defensas. Nos forzamos a no creer en las malas intenciones de otros porque eso nos coloca en una situación de maldad propia al pensar la maldad en los demás. Entonces, la negamos. Negándola, la permitimos. Inacción por negación y una negación consciente, sólo por no quedar como maliciosos ante los demás.

¿Qué tiene de bueno entonces querer parecer inocente?

Las personas en general, no son ni buenas ni malas. Son contingentes: actuamos mejor o peor de acuerdo a las circunstancias. No callar contribuye a cambiar las circunstancias y otras salidas se hacen posibles. No caer en la falsa inocencia, no creemos mejores ni peores que los demás. Igual de contingentes, igualmente capaces de generosidad y egoísmo, de rencor y olvido.

A veces creamos circunstancias que ofician como "profecía autocumplida". Pensar demasiado bien o demasiado mal del otro le impide actuar y expresarse con libertad porque lo condicionamos incluso con nuestro trato o nuestras interpretaciones de sus actos o dichos, los presionamos (aun sutilmente) con nuestras expectativas que, por otra parte, les son totalmente ajenas.

Hablar y actuar implica aceptar o atenerse a las consecuencias. Haríamos muy bien en aprender a responsabilizarnos por lo que provocamos por omisión y ocultamiento para no sobrevalorar las consecuencias de las acciones. Empezaríamos a hacer más. Empezaríamos a ser auténticamente más tolerantes. Aquel que hace se equivoca y deja de mirar con los párpados estirados lo que hacen los demás... esperando o profetizando su error.

Yo creo que si estimuláramos la fortaleza, la templanza y enseñáramos a mirar con buenos ojos el error y el cambio (sobre todo de opiniones, producto del aprendizaje), la mansedumbre y la inocencia inducidas desaparecerían enseguida en manos de una amabilidad juiciosa y respetuosa de los demás y de nosotrxs mismxs.

Creo también que la mejor forma de impedir el cambio es condenar los cambios que se producen por el aprendizaje: cambio de opinión, de maneras, de preferencias ("¿cómo? pero si a vos siempre te gustó... te pareció...").

Impedir en el otro el cambio ha sido un antivalor enarbolado como valor por siglos. Para lograr esa parálisis del cambio se ha recurrido a "integridad", "rectitud", "coherencia", "rigor" y otros "epítetos" "loables", "encomiables". "Conducta". :s

El "cuestionamiento" era aquel pecado que atacaba directamente esos supuestos valores porque mina los pilares en los que se construyen templos a la conveniencia de unos pocos.

La versión de la Historia que aprendiste en la primaria deberá ser por siempre la única válida, no importa que el mundo se exponga a 50 cm. de tus ojos la evidencia de los errores, las mentiras y las manipulaciones. Digo la Historia, como podría decir la Salud, la Higiene, la Alimentación, el Ejercicio, el Trabajo... o el Ocio.

Cuestionar es un vicio emparentado con la soberbia, la arrogancia que se opone a la humildad y la mansedumbre. Dejarse educar, dejarse moldear y luego endurecer, fraguar y no cambiar nunca, eso es ser un buen hijo, un buen "alumno" y luego un buen trabajador y un buen "ciudadano".

Éste es el modelo de la educación de los siglos pasados que impiden aún hoy tirar por la borda creencias y prácticas dañinas para las personas y sus relaciones sociales y que atentan directamente contra la felicidad.

Las personas que han resultado de esta educación son rígidas y se conservan así sólo por mantener esa coherencia y rectitud. Para triunfar en su aspiración de la parálisis del alma y la mente, de su fijación en un instante del pasado (eternamente en el pasado), se rodean de normas, de buenas costumbres, de leyes, de rutinas inútiles cuya observancia en sí y exigencia en los demás, ocupan todo su tiempo. Permanentemente pendientes de que las reglas no se ignoren y muchos no lo se permiten a sí mismos ni aún en la intimidad: "el hombre es un animal de hábitos", "el hábito hace al monje" en un juego de palabras que lo dice prácticamente todo.

Romper un buen hábito conduce a la pereza, al ocio, madre de todos los vicios y también de la creatividad y la felicidad y la sensación de plenitud.

Los hábitos no se sostienen por sí mismos, el ser humano, naturalmente se pregunta si vale la pena hacer o continuar haciendo. Sólo la mansedumbre y el miedo (insisto, tan emparentados) puede lograr que ignoremos la realidad y nos apeguemos a hábitos inútiles o nocivos.

Prefiero una persona cuestionadora o rebelde, a una persona mansa.

Desconfío de los mansos, son capaces de las peores traiciones y desconfío de los inocentes porque jamás saldrán en defensa del más débil. Y no me avergüenzo de ello.

Buenos días.


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